A opinión de Míguel Mosquera Paans: ” Fuego “

Miguel Mosquera Paans, escritor

El pirómano es un enfermo arrebatado por la pulsión inducida por la fascinación que experimenta al contemplar las llamas. Ello no lo sustrae de su responsabilidad ya que, consciente de su trastorno, viene obligado a someterse al tratamiento terapéutico oportuno que exhorte las consecuencias de su dolencia.

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Al margen del resultado involuntario de un descuido o de una acción fortuita no premeditada, ya sea  la chispa de una máquina o de un tendido eléctrico; un rayo o cualquier otro fenómeno natural, lo verdaderamente preocupante es el incendiario, personaje que ninguna relación guarda con el pirómano, ya que a diferencia de éste, no es víctima de trastorno alguno, rigiéndose su acción por  el interés espurio de un beneficio sin reparar en los costes humanos, materiales o morales como resultado de un incendio.

Llegados a este punto cabría preguntarse la razón del crecimiento exponencial de la lacra incendiaria. Durante años se barajaron distintos motivos, responsabilizando a los madereros por adquirir a bajo coste una madera quemada que, estando deteriorada, degradaba su valor, utilidad y posibilidad de comercialización. El siguiente chivo expiatorio señalaba a los constructores, hasta que se prohibió edificar sobre quemado. Igual suerte corrieron los ganaderos cuando se vedó la posibilidad de transformar en pasto la superficie arbolada abrasada. Con el tiempo apuntaron hacia los bomberos temporeros, de los que se comprobó que arriesgan demasiado a cambio de muy poco.

Pero entonces, cuál es la causa, tanto de que arda el bosque como la solución. A todas luces arde porque es más rentable el fuego que el monte. Basta hacer cuentas de los costes de extinción: hidroaviones, helicópteros, pilotos, mecánicos, personal de apoyo; motobombas, peonadas, ayuntamientos y otras instituciones participantes, y un largo etcétera de dineros que quita el hipo, y eso sin contar los costes de reforestación.

Está claro que los parques de aerogeneradores o los sotos donde se explota y comercializa la madera, en particular los comunales, no arde ni una brizna de hierba. En el primer caso porque no dejan que el matorral suba de un palmo antes de desbrozarlo; en el segundo porque los comuneros le cortan los cataplines si es necesario a quien se le pase por la cabeza aproximar una tímida llama a sus fincas.

La conclusión es por tanto obvia: el monte deja de arder cuando es más rentable que el fuego. De eso es de lo que tienen que tomar buena nota las autoridades. En el momento en el que se ponga en valor la riqueza forestal, permitiendo participar a la población de los beneficios generados, los incendios serán historia, y lo demás es jugar, a sabiendas o no, a la gallinita ciega.


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