Xosé Ricardo Rodríguez Pérez:`El señorito de as Condomas’; boqueadas del señorío

Xosé Ricardo Rodríguez Pérez

AVANTAR ACTIVIDADES

Socio do Centro de Estudos Chamoso Lamas

Patrono da Fundación Ínsua dos Poetas

Presidente fundador de A Torre, Foro de Estudos das Terras de Maside.


Estudios Históricos y Genealógicos

‘AS  CONDOMAS’  (Maside)

El mayor de los escudos de As Condomas, el primitivo instalado en la fachada del poniente mirando al patio del pazo versiones petrea y coloreada:

As armas dós De La Peña: En campo de gules, muro baixo de prata e non alto tres luceiros de ouro. As dós Márquez están representadas por tres marcos de ouro en campo de gules, e na orla dous órdes de faqueles de prata e azur. Os Nóvoa ou Nóboa están en campo sínople torre de prata e na homenaxe desta a consabida aguia en sabre. E xa non carto ás armas dous Álvarez: sobre campo de ouro unha aguia de sabre na outra metade, sen partir, un brazo destro vestido de gules amosando brazo con manga de camisa en prata portando unha barra acendida.

Ante el escribano de la Xurisdicción de Maside, Don Antonio Otero Vaamonde, testó Doña Lucía Salgado Prado y Ulloa, esposa del referido dueño de ‘As Condomas’ Don Manuel Benito de la Peña Márquez, con el que no tuvo descendencia, siendo heredera del matrimonio su sobrina Doña Manuela Antonia Guitián de la Peña, hija de Doña Benita de la Peña Márquez y de Don Enrique Guitián Ulloa (AHPOU-Caja 990- Año 1794- PN de Antonio Otero Vaamonde – Maside):

‘…yo Dª Vicenta Lucia Salgado de Prado y Ulloa esposa legitima qe. soi de Dn. Manl. Benito de la Peña dueño dela Casa de las Condomas frª. de Stª Marª de Amarante en esta Jurison. de Maside hallandome como me hallo enferma de enfermedad natural qe. Dios Nrº Señor  fue serbido de darme (…) Dejo y nombro por mi cumplidor albacea y testamentario de esta mi manda testamtº ultima y postrimera voluntad a Dho Dn. Manuel Benito de la Peña mi marido insolidum a quien doi y confiero todo el poder…’.

El más pequeño de los dos escudos de As Condomas Mandado esculpir e instalar en la fachada sur del pazo, mirando al portalón de aceso al pazo,  por don Manuel Benito de la Peña Márquez, señor de As Condomas esposo de la del Pazo de A Laxe (Monterroso, Lugo) dona Vicenta Lucía de Prado y Ulloa. En honor a esta acoge  las armas de los Salgado, y a la derecha la de los Prado.

Don Juan Manuel,  Doña María y Doña Luisa Mosquera  y Guitián;  y Don Benigno  Sarmiento  Figueroa  y Don Tomás  Gnz. Cid, como esposos  de Doña Amalia  y Doña Florinda  Somoza  Mosquera,  herederas  de su difunta madre Doña Rita Mosquera y Guitián, hermana de los tres primeros, vecinos de Punxín y de Maside, dan como buenos el avaluo y liquidación  de cuatro cupos iguales con los bienes y casas de ‘As Condomas’  en la villa de Maside, y en Santa Mª de Razamonde (Cenlle), en este lugar quedaran de su madre y abuela respectivas: Doña Manuela Guitián de la Peña. Partición previamente  escriturada  con fecha 27-1-1869 ante el notario del Ilustre Colegio de La Coruña Don Agustín Pereira, y vertida en un total de ciento doce folios nada menos (AHPOU – Caja 1016. Año 1869 – PN Agustín Pereira):

Nieto de los anteriores, luego de haber sido alcalde de Maside, y de fijar su residencia en la ciudad de las Burgas: Don Juán Manuel Mosquera y Guitián, quien ya viudo de Doña Ramona da Maza Quiroga, otorga plenos poderes para  regir  ‘As  Condomas’  a  Don  Valentín  Gnz.  Gnz.  vecino  de  Condomas,  barrio  de  la  villa  de  los  ‘silleiros’ (AHPOU – Caja 3926. Año 1874. PN Agustín Rodríguez – Cea):

“…En la ciudad de Orense a siete de Octubre de mil ochocientos setenta y dos ante mi Don Santos de la Torre, Notario del Colegio del Territorio y de Número de esta ciudad de la que soy vecino, y testigos que se designarán, comparece el Licenciado Don Juan Manuel Mosquera y Guitián, mayor de sesenta años de edad, estado viudo,abogado, propietario, vecino y empadronado en esta capital (…) Que da y confiere poder amplio, general y bastante cuanto en derecho se requiera y necesario sea a Don Valentín González y González, propietario, vecino de la Villa de Maside…’.

En escrituras notariales fechadas en las primeras décadas del s. XX, por venta en su mayoría de bienes rústicos, constaba como dueña Doña Herminia Ulloa.

Según trascendió antes de su fallecimiento, 1952, doña Herminia  vende As Condomas a su sobrina Dolores Ulloa González.

Tumba de Dona Emilia González Somoza no cementerio de Señorín en Carballiño

No 1965 dise que os seus propietarios son os señores Yañez Ulloa, e en 1985 publicacións aseveran que son Mª Dolores Ulloa e descendentes’ : (ESTÉVEZ PUGA, José: ‘Maside e a súa antiga xurisdicción”, Concello de Maside-Deputación de Ourense (1994). Página 27. Obra na que colaboróu o autor).

Al hilo de esa información efectivamente ha trascendido que en el año 2008 constan como propietarios los hijos de doña Dolores Ulloa González: Francisco y Eduardo Yáñez Ulloa.

O RUÍDO NON FAI BEN E O BEN NON FAI RUÍDO

Este dicho que en español, muchísimo más en gallego, está en los manidos, pero casi propicia que lo empleemos ahora  para  adornar  la historia  que tomó  como  escusa  el masidao  Pazo  das Condomas,  mas  que nada  por lo contrario, por el lento, silencioso e inexorable fin al que lo han precipitado el desarraigo de las familias, y con el abrumador y maléfico ruido del olvido, precipitado por el declive de los señoríos, que como señalamos en este trabajo, estamos ante sus ‘derradeiras’ bocanadas.

En el apartado Opinión del diario ourensano La Región, en su número del 30-5-2008, Luís Cochón nos presenta el esplendido relato de Julio López Cid en ‘El Río’, publicado por Duendebux en el 2008:

“La casa solariega de hermoso nombre, As Condomas, en cuya lareira podrían conversar melancólicos ‘en torno  al gran   fuego’;  un pequeño  lago  en las  cercanías,  junto  al cual  había  un pueblo  abandonado, Amarante –otrora ruidoso por el trajín de sus habitantes ‘arrieiros’ y comerciantes, y que para no romper la paz de su silencioso donde los haya vecino camposanto, se mudaron a Dacón–; en cuyas ruinas tenderían ‘los entrañables sueños’, sobre todo la soledad, hermana del silencio. Nos atrevemos añadir aquí: ‘o silencio fai ben, e moito ben se fai cando é calado e silencioso’.

Son muchos los apartes, como éste, a los de las páginas 48 y 49, los excursos o remansos de la narración, o ‘El presentimiento’ de las páginas 114 y 115, tan caros a don Miguel de Unamuno, cuando hablamos del Unamuno  meditativo  y  contemplativo.  Son  joyas  engarzadas  en  la  historia,  y  si  cuadra,  de  distinto cuenco.  El  hermoso  nombre,  As  Condomas,  viene  a  ser  ‘condominio’  en  la  hermosa  lengua  del  país, dominio común, O Amarante, de progenie ilustre para significar imperecedero o inmarcesible. (He visto firmar a Torrente Ballester como Gonzalo de Amarante)”.

EL SEÑORITO DE AS CONDOMAS

Luís Cochón fue conocedor de la penosa excursión que a pie, como las que los escolares hacíamos antaño, habían emprendido  en 1948 camino de Maside Julio López Cid, José Ángel Valente y José Eduardo Valenzuela Ulloa,@El señorito de As Condomas. Ángel llevaba ocho años (2008) de silenciosa y poética ausencia, José Eduardo en Madrid, y Julio a caballo entre Suiza y su residencia francesa de Ferney-Voltaire.

Como muchas son las vueltas que el mundo nos da, a Julio recibe con ceremonioso cariño al excursionista el Dr. Jorge López, masidao -benquerido irmanciño- que nació en la otra punta de Maside en el extremo opuesto de As Condomas, en la Calle Vella. Jorge desde su residencial Ginebra le place tertuliar con el bueno de don Julio.

Tal  viaje  a  As  Condomas  no  exenta  de  tropiezos  y  desorientación,  la  narró  espléndidamente  ‘El  señorito’, contertulio en El Liceo de Ourense en la presentación -2008- en El Liceo de Ourense del ausente autor ‘El Río’ Julio López Cid. En este acto contactamos con José Eduardo y le hicimos partícipes de nuestro trabajo sobre la historia de As Condomas, que publicamos en el año 2006 en la revista de la Asociación de Genealogía, Heráldica y Nobiliaria de Galicia, con la promesa -cumplida- de hacerle llegar a su domicilio el obligado ejemplar de la revista.

José Eduardo Valenzuela es ourensano nacido en Madrid; filólogo, narrador, entre sus obras: ‘¡Grita cuerpo mis ochenta!’, ‘Como dos voces’, ‘Coré’ y esta que manejamos:  ‘Sobre viejos veranos’. La presentación  de sus obras tiene acogida en Casa de Galicia en Madrid; ejerce de ourensano en la capital.

El mismo José Eduardo en ‘Sobre viejos veranos’ (1989) se mete de lleno en explicarnos su vida afectiva para con sus raíces del ‘señorío’: Su tía abuela doña Herminia González Somoza fue dueña de As Condomas, luego lo sería doña Dolores Ulloa González, hermana de la madre de José Eduardo, doña Herminia Ulloa González.

O Pazo de As Condomas (Maside)

Diez generaciones; tres siglos, y medio más

Aunque se pueden repetir pasos genealógicos, ante lo dificultoso -es poco ante tamaño enjambre de nombres generacionales-, nos permitimos personalizar las diez generaciones  de As Condomas nos llevan hasta los tiempos actuales, desde el 4-12-1651 fecha en la que matrimoniaron  Antonio González Revolo y Catalina González Alonso, creadores del vínculo, hasta el año 2008, fecha aproximada.

De estos pasó a manos de su hijo Ignacio González Alonso, natural de Requeixo (Garabás, Maside), abad en  la feligresía de san Juan de Piñeiro (Maside), que lo cede a su sobrino Francisco Antonio de la Peña González Novoa, hijo de su hermana  Magdalena y de Roque de La Peña Álvarez.

Don Luís Ulloa Ribadeneyra, do Pazo da Seara, sito na parroquia da Carballeira termo municipal de Nogueira de Ramuín, estaba casado con dona Ángela de La Peña Márquez, pais entre outros de dona Josefa -Ulloa de La Peña-, entroncados ambos co Pazo de As Condomas no Couto da Esgueva na parte alta da vila de Maside.  Ángela de La Peña era filla de Francisco de La Peña González Novoa, avogado da Real Audiencia, e de Manuela Márquez Fernández Cid San Pedro, do Pazo de Armariz, posuidores do maiorazgo do pazo de As Condomas.

O Couto da Esgueva dependeu de Oseira ata o ano 1647, cando se selou a permuta co do Viso no ribeiro da capital entre o Conde de Ribadavia e o Abade do mosteiro oseirán. Don Andrés, irmán de don Luís Ulloa Ribadeneyra foi o padriño do bautizo de Juan Cedrún Ulloa Álvarez de La Peña, aínda que por residir na capital do Reino reemplazouno no templo, nos trámites parroquiais e documentais, don Manuel Benito de La Peña Márquez, sucesor do maiorazgo e vínculo de As Condomas, que casase sen descendencia con dona Vicenta Lucía Salgado Gundín Prado e Ulloa, herdeira do pazo da Laxe en Monterroso; os escudos nobiliarios de ambas familias acolleas o recinto pacego masidao.

Francisco Antonio se casó con Manuela Márquez Fernández, de O Pazo de Vilanova-Armaríz, a quienes les sucede en As Condomas su hijo, Manuel Benito de La Peña Márquez, quien no tiene descendencia de su matrimonio con la del pazo de La Laxe (Monterroso-Lugo) Vicenta Lucía Salgado Gundín Prado y Ulloa, y por ello pasa al gobierno de su hermana Benita de La Peña Márquez, casada con Enrique Guitián Ulloa, del pazo de A Seara (Nogueira de Ramuín-Ourense),  padres de la dueña de los pazos de As Condomas, Noalla y Vilanova-Armariz María Manuela Antonia Gutián Peña, que matrimonió con Manuel Benito Mosquera Feijoo, dueño del vínculo de Casóndila-Peroxa y del pazo de Chaioso-Maceda (Ourense).

La hija de estos, Benita Mosquera Guitián se casó con el del pazo de Santa Cruz de Arrabaldo (Ourense) José Somoza Mourenza, y la descendienta Florinda Somoza Mosquera se casó con Juan Tomás González Cid, y la hija de ambos Herminia González Somoza le traspasa por venta el Pazo de As Condomas a la hija de su hermana  Dolores:  Dolores  Ulloa González,  y de esta no ha mucho  pasa a sus hijos Francisco  y Eduardo Yáñez Ulloa, actuales propietarios de As Condomas de Maside.

Pero en un paso intermedio, Julia y Amalia Somoza Mosquera, hermanas de la anteriormente referida Florinda, se casaron en primeras y en segundas nupcias respectivamente con él del pazo de A Forxa (Punxín) Benigno Sarmiento Figueroa.

De los tramos finales de la línea sucesoria parte nuestro fino interlocutor, que como no podría ser de otra manera repasa sin ambages ni presunción al pedrigí familiar, tanto del Pazo de Santa Cruz –Casadacruz para nuestro fino relator-, como para Las Pedromas -As Condomas:

‘El padre de mi bisabuela (Somoza por lo tanto) debió ser por lo que he oído contar una especie de señor semifeudal… Vivía en Casadacruz’.

…”Don  Juan  Mosquera  –Juan  Manuel  Mosquera  Guitián-,  don  Juanito,  era  ‘el  sol  de  Challoso’  –el macedán Pazo de Chaioso… (Manuel Bernardo Mosquera Feijoó, padre de Juan Manuel  Mosquera Guitián, vecino de Armariz era dueño del vínculo de Chaioso). Era el tío materno de mi bisabuela, –Rita– y el tutor de  ella  también,  a  la  muerte  de  su  padre.  Había  heredado  ‘Las  Pedromas’.  Y  cuando  murió  estaba enzarzado con su sobrina y pupila en un pleito sucesorio”.

“…Mi madre y mis hermanas, ya definitivamente habían desechado la idea de volver a Carballiño, habían estado pasando unos días en Las Pedromas. Y nada, un sol fuerte que mis hermanas habían tomado en exceso, y aquella tos de Marimina, algo preocupante, con sangre, que las había obligado a regresar a Aurinova y ponerla a ella en tratamiento”.

“…Nunca  hasta  entonces  se  me  había  ocurrido  reparar  en  esa  particularidad  de  Las  Pedromas:  la fachada, lateral, apenas significativa, suplantada por aquel paso de piedra que hacía las veces de gran balcón…

Di un repaso mental a otros posibles detalles de nuestro primer verano en Las Pedromas. Los caseros: él diestro, aplomado, sabiéndoselas todas; mucho más rústica la mujer y la hija, de gallego a veces difícil. Solíamos verlos a diario, faenando entre los campos llevando las vacas: ‘Toura’, la ‘Marela’, repetidos y heredados a través de generaciones. A todos nosotros nos había dado aquel año por fotografiarnos con las vacas, y en una de ellas estaba yo con un anticipado y viejo pantalón largo, un palo en la mano, y pasando la otra por el lomo de una de aquellas bestias tan pasivas como constantes en su rumiar y hociquear la hierva. Y al dorso de la foto, esta indicación: José Hilario (José Eduardo), 14 años”.

“…Amarante…¿Existió  pues  un  Amarante?…  Allí  encontré  ese  pueblo,  así  como,  por  primera  vez,  ese nombre”.

Algo se contaba sobre el primer Somoza, sobre Casadacruz  y las Pedromas, y poco más en materia de viejos vínculos familiares, sucesiones, etcétera.

Cuatro señoras en cuatro carrozas, con cuatro baúles y cuatro espoliques.

Bueno, parece ser que las cuatro señoras eran cuatro hermanas –Antonia, Maria, Mª Josefa y Mª Luisa-, y que las cuatro habían salido a la vez de Las Pedromas. Pero yéndose así, tan espectacularmente  y cada una por su lado (es decir, cada una en su carroza), eso significaba por supuesto que las cuatro se habían casado o que salían precisamente para casarse”.

‘Ya habíamos hablado de ese lugar de la finca, un poco apartado y con una especie de estanque, adonde yo solía ir de vez en cuando. Aquel verano mis vueltas por allí se estaban viendo amenizadas no sólo con la compañía  de  mis  primos  de  Vigo,  sino  con  la  participación  de  otros  chicos.  E  incluso  con  la  de  un instrumento bastante incontestable como medio de matar el tiempo –entre otros objetos más concretos y corpóreos- una escopeta de balines: se la habían traído mis primos, pero de modo más especial disponía de ella Armando, el menor, con el que precisamente habían venido invitados dos amigos vigueses”.

“…Los de Vigo se habían traído aquel año un gramófono de los que funcionaban dándoles cuerda, y con él buena cantidad de discos, todos también bastante viejos…Empecé por separar, pues la diferencia era así de simple, los aires argentinos de aquellos otros cuya letra era en inglés”.

“…Pero volviendo a nuestros veranos, recordé que el tío Carlos, por cierto, no solía pasar muchos días seguidos en Las Pedromas. Iba y venía de Vigo”.

“…Periódicos,  como  de  costumbre  no  tendríais.  No  naturalmente.  Nuestro  tío  recibía  información  en ciclostil de la embajada inglesa. ¿Pero allí mismo, en las Pedromas?, para aquel rincón perdido en la geografía de Galicia. No esas hojas se las traía de Vigo nuestro tío, qué duda cabe; pero en Las Pedromas las leía, las consultaba. Todo eso se mantuvo efectivamente allí, en el salón de Las Pedromas, por lo menos durante aquella época en que, viviendo aún Madrina, teníamos que darnos una vuelta cada año por ahí, cuando la maja de la cosecha, para controlar las particiones del casero. Discos, gramófonos y papeles añadían en tales ocasiones su contenido rememorante al salón aquel donde los de Vigo y los de Aurianova habíamos prolongado nuestra vieja convivencia veraniega”.

“Maside, Las Pedromas, muchas cosas había allí, efectivamente,  con vocación de persistencia.  Es decir, tantas como mis evocaciones se empeñasen en mantener igual a través del pasado y del presente”.

“Pocas dudas tuve hacia finales de curso, en el cuarenta y cuatro, ante la posibilidad de pasar otro verano en el castillo. Maside y Las Pedromas expliqué al compañero, parecían haber consumado ya para mi todos sus atractivos”. (José Eduardo Valenzuela, @ ‘El señorito de As Condomas’: ‘Sobre Viejos Veranos’. Madrid (1991)

DON JULIO LÓPEZ CID NOS NARRA EN «NINGURES» LA DESENFADADA HISTORIA DE SU PARTICIPACIÓN EN LA FALLIDA EXCURSIÓN  A MASIDE, TAMBIÉN TIERRA NO DE «SANTAS» PERO SI DE SANÍSIMAS Y CURATIVAS AGUAS: «A RAÑOA»

NINGURES

Por Julio López Cid; Ginebra Nadal del 2015

«La ida a Ningures constituyó una como segunda salida de don Quijote. Fue en el otoño siguiente a la marcha del amigo. Habían planeado minuciosamente una excursión a la finca del tío de uno de ellos. Los alicientes eran muchos. Casi todos sospechosamente coincidentes con las recomendaciones contenidas en uno de los últimos poemas del vate compostelano, que se iba perfilando como ideólogo del grupo (aquel curso se había trasladado a Madrid para continuar allí sus estudios y cada uno de sus periódicos regresos suponía una revisión y puesta al día de la sensibilidad comunitaria):

¿Qué conviene a este otoño…?

De una vez para siempre,

desechadas las viejas,

solapadas ternuras,

partir sin rumbo, andar,

andar, andar sin tregua, sin desmayo

–no desandar jamás–,

hasta que atardecidos

al cabo los caminos,

ya a tientas, continúen

para siempre soñándose, soñándonos . . .

Y allí, en ninguna parte,

porque a ninguna parte íbamos,

encender nuestra hoguera

frente el muerto crepúsculo,

y en torno del gran fuego

–allí, en ninguna parte–

conversar melancólicos

mientras pasan las horas,

mientras la noche avanza y, a la par,

piadoso va el gran fuego consumiendo,

consumiéndolo todo:

los días y los años,

los siglos, los segundos…,

proyectando –¿mas dónde?– nuestras sombras,

nuetras póstumas sombras,

sombras de nadie ya.

El dueño de la casa los acomodó con relativa holgura. En una habitación al lado del dormitorio, preparó una pequeña mesa y sillas y les facilitó pan y vino para acompañar la comida que ellos traían. Cenaron muy a gusto y de sobremesa conversaron nada melancólicos en torno al minúsculo fuego de una vela embutida en el cuello de una botella por la que la esperma se iba derramando a goterones que se cuajaban enseguida esculpiendo un blanco rosario. La vacilante llama de la vela proyectaba sus sombras sobre la pared caleada y las iba agigantando en el rápido decrecer del agonizante cabucho, por lo que, pese a la animada conversación y a las mínimas ganas de interrumpirla, se vieron Los alicientes eran muchos. La casa solariega, de hermoso nombre, “Las Condomas”, en cuya lareira podrían conversar melancólicos en torno de un gran fuego; un pequeño lago en las cercanías, junto al cual había un pueblo abandonado, Amarante, y –sobre todo– la soledad, hermana del silencio, garantizada por la sola presencia de los caseros.

Iban a ir cinco, pero a última hora, inopinadamente, se pusieron mal dos de ellos: uno, el de la finca, “el señorito de Las Condomas”, como le llamaban en aquella temporada de continuas ironías, y –claro– el proyecto se vino a tierra. Los tres supervivientes, tras largas deliberaciones, incapaces de contener el tan acariciado anhelo de aventura, se lanzaron a ella a la buena de Dios.

Se echaron a andar sin rumbo, en dirección opuesta a la del fracasado proyecto, en un despectivo gesto de revancha; al principio, por montes y caminos, tratando de lograr una total desorientación; luego, como se les echaba la noche encima, no tuvieron más remedio que claudicar y recurrir a la carretera. Ya con noche cerrada, llegaron a un mesón y pidieron “posada” a la vieja usanza. Había allí, en la taberna del mesón, una reunión de paisanos, que los miraron con cierta desconfianza. No había allí, en el mesón, ninguna posibilidad de darles alojamiento, pero en un intercambio de opiniones en el que participaban todos los miembros de la paisana tertulia, se habló de otro mesón, a unos tres kilómetros, mas alguien hizo una vaguísima alusión al alcalde de tal lugar –que lo mismo podía referirse a un lío amoroso que a una complicación de connotación política relacionada con los atracos de los “escapados”, tan frecuentes aquella temporada– y todos empezaron a hablar a medias palabras, cortando las frases con manidas muletillas: “Bueno, xa nos entendemos”, “Xa sabemos todos”, “Non fai falta decir máis”. . . Ellos se sentían encantados en aquel ambiente de ingenua cazurrería, pero el tiempo iba pasando y todavía no tenían donde dormir (lo habrían hecho al sereno de buena gana, pero la noche era ya sensiblemente fría). Por fin, uno de los paisanos se levantó decidido y se brindó a acompañarlos hasta el pueblo más cercano, a menos de un kilómetro del mesón, para ver de encontrarles acomodo; en el pueblo todo el mundo lo conocía y su presencia evitaría el lógico recelo que despertaría, en un pueblo que ni siquiera tenía luz eléctrica, la llegada de unos desconocidos, a aquellas horas y pidiendo posada . . .

Anduvieron algún tiempo sin saber por dónde. La oscuridad los obligaba a marchar despacio y apenas permitía distinguir, a la izquierda, una masa informe en la que adivinaban arboleda. Iban cuesta abajo, una cuesta bastante pronunciada, por completo confiados, pues el paisano pisaba con gran aplomo el camino que momentos antes de salir había calificado de “muy lícito”. Dejaron de bajar y cambiaron de dirección. Empezaban a precisarse las luces del caserío, pocas, parpadeantes tras las ventanas. Entraron en el pueblo. Olía a estrume y a humedad. El paisano llamó en una casa palmeando fuerte sobre la puerta: “¡Camilo, son eu!”, y pidió posada para unos amigos que “veñen en peregrinación a Augas Santas” (era lo convenido para no despertar sospechas; al día siguiente había fiesta en Santa Mariña de Augas Santas). No tenían sitio, ni tampoco en las dos casas siguientes, pero en la última los dirigieron a otra donde era casi seguro que los atenderían. Desandaron un buen trecho y torcieron a la izquierda. Estaban por completo desorientados pero se dejaban llevar sin el menor recelo. Efectivamente, en la nueva casa había arreglo: tenían una cama ancha, donde podían dormir dos, y para el tercero pondrían un colchón en el suelo. Aceptaron encantados. El guía se despidió sin querer aceptar ni un vaso de vino, animándolos para el día siguiente en Augas Santas, a donde él iría, porque tenía allí una “media novia”, y donde aceptaría encantado la invitación. Convinieron en que allí se encontrarían

Obligados a acostarse. Echaron a suertes para ver a quién correspondía dormir en el colchón, sobre el suelo, sin más atenuante que papeles de periódico. Le tocó al músico. El colchón, para colmo, era de follo de maíz y a cada movimiento del desafortunado producía un rebullicio de mil demonios, provocando el cachondeo de los otros, acomodados “como Dios” en colchón de lana y sobre jergón metálico:

– Tú, siempre tan sinfónico . . .

– Y vosotros, tan cabrones . . .

– ¡Anda, sé bueno y cántanos una nanita!

– Un responso es lo que os van a cantar como no os dejéis de coñas.

– ¡Dies irae, dies illa . . .!

– ¡Ahí os va la tuba! (les tiró un zapato).

– ¡Cabrón, que me diste . . . !

– Pues ¡jódete y entona el lacrimosa con cristiana resignación!

Entre bromas y no bromas, estuvieron hablando hasta sabe Dios qué hora, como para resarcirse de la menguada sobremesa. Ninguno se resignaba a ser el primero en callar; los tres querían decir la última palabra; sólo el sueño fue capaz de rendirlos.

Se despertaron ya con mucha luz . No sabían qué hora era, pues ninguno había llevado reloj.

Se levantaron y se asomaron al balcón, un balcón sin barandilla, como si la casa estuviera sin terminar.

Se quedaron maravillados. El paisaje era de gran belleza: la mañana, limpia, con esa luz inefable del otoño primerizo; en primer término, como a unos cincuenta metros, un riachuelo bordeado de amieiros que retenían celajes de niebla, un pequeño puente rústico y un carro de bueyes a la orilla del agua, la punta de la lanza adentrada en ella; entre los amieiros se dejaban ver algunas casas con sus humos lentos despegándose apenas de los tejados, como señales de paz; al fondo, en cuesta muy empinada, recortado ya sobre el azul tenue de la mañana, un pinar frondosísimo; se oían los cantos de los pájaros en los amieiros, luminosamente armonizados con las voces del pueblo, atenuadas por la distancia, pausadas, lentas, como los humos . . .

“¡Venga, romántico matutino, a oír cantar los pájaros!”. Era lo convenido en los planes de la fracasada ida a Las Condomas como misión de privilegio para el músico: “Tú te levantas muy temprano y te largas a tomar notas de cantos de pájaros para tus tostones melódicos; mientras, nosotros nos cepillamos tu desayuno . . .”. Se dispuso a salir:

– Pues claro que sí. ¿Quién viene conmigo?

– Que vaya el metafísico este; siempre te puede echar una mano.

– ¡Qué, vienes . . .?

Se fueron hasta la orilla del riachuelo.

– Me plé la cabroné

(La orina humea ligeramente al contacto del agua, resonando escandalosa en la placidez de la hora.)

– Orfeus: anota el trémolo; me parece pintiparado como fondo arrullador para una balada para una niña bastante desarrolladita.

– ¡Anota tú! (soltó un sonoro cuesco) ¿Qué te parece el titulito: “Exequias para la defenestración de un cabrón”. . .?

– Cero en conducta. Uno en aplicación. Prosaísmo puro, ¡cochón!.

Se encaminaron hacia la casa. Sobre la piedra del desguarnecido balcón, sentado, con las piernas colgando en el vacío, el otro los miraba venir con expresión de cachondeo. Al irse aproximando se dieron cuenta de que estaba comiendo, comiendo a dos carrillos, medio atragantándose con la risa. Subieron a todo meter, presintiendo la faena. En efecto, el prosaico rezagado se había comido íntegra la casi media tarta de almendra que habían dejado de la cena, reservada como bocado exquisito para el postre del desayuno. “Ahora sí que viene al pelo lo de la defenestracion del cabrón”. El glotón se puso de rodillas con las manos en actitud penitente:

– Os pido perdón por la paz de la mañana, por la pureza de los trinos, por la dulzura de las aguas, por el místico ardor que en las entrañas me va encendiendo la deliciosa tarta . . .

– Eres la mismísima rehostia elevada a la enésima potencia,

¡cabrón, más que cabrón! . . .

– Merecías que te llenásemos la boca de sal fedorenta y te ahogásemos con todas tus morriñas y tus ojos romeiros, ¡Brandán del carallo!.

Se reían a más no poder. Desayunaron y se dispusieron a salir, con el vago propósito de llegar hasta Augas Santas. Se despidieron cordialmente del huésped, que les cobró una miseria, y se echaron a andar. Cantaban, con el aire de una marcha del Frente de Juventudes, un viejo y ya prescripto y proscripto poema:

Era una mañana

toda de cristal.

Yo soñé embarcarme

rumbo al ideal,

rumbo hacia la playa

dorada y serena

donde eternamente

nos aguarda Helena.

Al cabo de un par de kilómetros, se sentaron a descansar un rato. Enseguida empezaron a hablar, a hablar . . . y ya no se movieron de allí en toda la mañana. Cuando les pareció que era hora propicia para comer, se limitaron a preguntarle a un paisano que pasaba por el camino inmediato si había alguna fuente cerca. Tuvieron que andar apenas medio kilómetro. Allí, junto a la fuente, comieron y se quedaron casi toda la tarde, hablando, hablando incansablemente de todo lo habido y por haber (ya no se acordaban ni por asomo de Santa Mariña de Augas Santas): sacaban a la palestra las últimas creaciones y las criticaban sin piedad, con agudeza que era ya una forma de creación, efímera pero no por ello menos válida que las escasas sobrevivientes a la criba. Aprovechaban cualquier pretexto. Se levantó uno de ellos:

– Permiso, jefes: ¿puedo echar una cagada en la limpia lejanía . . .?

– Concedido. Que te salga limpia y sobre todo . . . ¡bien lejana!.

– Se hará lo que se pueda.

Pero también, a ratos, cambiaban por completo de tono. Salió a relucir el tema religioso, candente siempre desde la marcha del amigo:

– El problema es que no creemos. Si creyésemos de verdad,
aunque no fuese más que un poco, habríamos elegido
–como él– la mejor parte, la que no nos sería quitada,
y no estaríamos aquí ahora afanándonos por banalidades . . .
– . . . por eso, precisamente por eso, porque hemos elegido
la otra, tenemos que asumirla como si fuese la mejor
y amarla con pasión, com-pasión, sí, compadecerla,
padecer con ella por lo que es, la peor parte, por lo que no es,
la mejor, creyendo que sí lo es. Y creerlo con fe ciega, creer lo que no vemos, lo que no podemos ver, crearlo, como decía Unamuno,aferrarnos a su no posible evidencia como a una tabla de salvación, como a un verdadero clavo ardiendo . . .

Se habían encandilado y ya no había quien los frenase. El tercero en discordia, buscando cómo salir del atolladero a que los llevaba siempre la gravitación excesiva de la sombra del amigo ausente, hizo un quiebro y, aprovechando la coyuntura que le brindaba el elocuente accionar de las manos del que llevaba la voz cantante, cogió un palo cualquiera y se lo dio (en realidad, se lo metió entre los dedos). El ensimismado orador, sin darse cuenta, continuó accionando unos momentos, cabría decir autodirigiéndose unos compases, con la inapercibida batuta. Pero en cuanto cayó en la cuenta, se la devolvió tirándosela violentamente a la cabeza:

– ¡Toma, cabrón!, continúa tú dirigiendo, aunque mejor lo harías con tus propios cuernos . . .! .

– ¡Maestro, maestro . . .!, que estás perdiendo tu proverbial templanza y, con ella, la lucidez. Me adjetivas con tu propia sustantividad, olvidando tu tesis sobre los adjetivos.

El aludido cazó al vuelo la coyuntura, como quien recibe el testigo en una carrera de relevos: “. . . pues claro que sí, los adjetivos, si no añaden algo sustancial, que es muy pocas veces (te hago gracia de este caso particular), están de más. Es preferible emplear el sustantivo solo, situado si acaso junto a otros que completen la expresión. Dice mucho más el endecasílabo Pinos, mar, playa, luna, tú, tus huellas que todo el fárrago: Tus huellas en la arena humedecida / que la mar va olvidando mientras rielan / de la luna los rayos que se celan / tras el pinar donde su luz anida. Y no hay que prodigar las imágenes, que a fin de cuentas no tienen otra función que servir a la claridad; la imagen no debe ser un adorno, la fermosa cobertura, un abalorio que no hará sino ocultar la desnudez precisa para que la verdad se revele en toda su pureza. La palabra (en el principio era el Verbo, no lo olvidemos) no era más que una cifra casi mágica, o sin casi, para la evocación, la posesión de los entes. Ahora es necesario redescubrir esa verdad íntima, esencial, que subyace en el fondo de toda palabra, oculta por las veladuras de lo rutinario, lo pedestre, por el excesivo uso: el ab-uso. Nuestra misión –magister dixit– es devolver a las palabras el primitivo sentido de la tribu . . . Lo interrumpieron :

– ¡Mucho, maestro!, pero ahora la tribu lo que tiene que hacer es levantar el campo, porque me parece a mí que se está oscureciendo sospechosamente el triunfo de color del áureo día y de un momento a otro va a empezar a llover de carallo.

– No me había dado cuenta, tienes razón. Pero, bueno, antes de largarnos, vamos a brindar con el postrer néctar por el famoso y nunca bien ponderado lugar de . . . ¡Anda, carallo!, no sabemos el nombre del pueblo donde . . . pernoctamos; qué bien suena, ¿no?: Donde pernoctamos, ignorámoslo.

– ¡Qué importa!, podemos preguntarlo ahora, al regreso.

– Pero, ínclitos amigos, ¡por todos los dioses grecolatinos!, ¡sois la re-ostia!, como el Generalísimo. Y para esto nos hemos pasado todo el puto día hablando de poesía y de verdad, para que ahora salgáis con que no sabemos el nombre del pueblo y que tenemos que preguntarlo.

¡Supina ignorancia, caros míos!, ¡mentecatez insigne!. Tenemos que preguntar ¡qué?, ¡qué pueblo ni qué carallos!. No estuvimos en ningún pueblo. No estuvimos en . . . ninguna parte, porque a ninguna parte íbamos. Eso: ninguna parte, ningures: estuvimos en Ningures.

– Hombre, ¡qué bueno!.

– ¡Eres cojonudo; es una idea genial!.

– Un voto de confianza para el maestro.

– ¡Vale, vale . . .! .

– Bueno, ahora el brindis, ¡venga!.

Se pusieron en pie. El inspirado bautista alzó la botella con los restos de vino:

– ¡Por Ningures y su poética verdad, denodada, esforzadamente perseguida a través de la noche,

presentida en el misterio de las sombras,

milagrosamente revelada en una mañana . . . toda de cristal!.

Que la memoria de su luz nos acompañe siempre a lo largo de todas

las singladuras, cual desvelado faro en la noche procelosa, hasta que . . .

bueno, ¡xa sabemos todos, non fai falta decir máis!.

La última frase la dicen los tres a coro, ya por completo identificados en el espíritu de la irónica improvisación. Se van pasando ritualmente la botella. El que apura el último trago la estrella contra un muro: “¡Por Ningures!”. (Quedaron los trozos de vidrio –oscuros, crepusculares– desparramados como símbolo de los despojos desechados, superados en la singular jornada, aquella jornada cuya estela iba a perdurar a través de los años, cuyo sulagado sentido no se les revelaría sino muy tarde, ya en el umbral de la vejez, aflorando melancólico en el cauce de la Cantiga sin xeito•.)

Se echaron a andar. Cantaban de nuevo: “Era una mañana / toda de cristal. / Yo soñé embarcarme / rumbo al ideal . . .”. Cuando avistaban la ciudad, empezó a lloviznar. El contacto de la lluvia los estimula. Se engolan las voces : “. . . rumbo hacia la playa / dorada y serena . . .”. (Habían venido siguiendo el curso de un riachuelo; sólo entonces se dieron cuenta de que era un subafluente del Miño: el Sila, afluente del Barbaña)».