Miguel Mosquera Paans, escritor
Nabo, nabiza y grelo, tres personas distintas y un sólo dios verdadero. Así explica el saber popular el misterio de la Santísima Trinidad, que no difiere del Ribeiro: uno para la comarca, otro el Consejo Regulador de la Denominación de Origen, y un tercero para uno de los mundialmente más afamados caldos, valga la redundancia, el Ribeiro.
Conocido desde la antigüedad, fue el vino industria por la que los romanos diferenciaban a los pueblos civilizados de los salvajes al establecer, no sin razón, que para su obtención era necesario —y sigue siendo—, trabajo, esfuerzo, cuidados casi maternales, y conocimiento, esto es, cultura.
Sostenía a la sazón el geógrafo Estrabón, que acompañaba como cronista a las legiones que alcanzaron la Gallaecia, tierra de cántabros, galaicos y astures, que conociendo el vino, los callaicos tenían una producción escasa y la empleaban en juergas con sus familias, añadiendo que usaban vasos de madera como los celtas. A raíz de esto cabe señalar dos realidades claras, a saber, que por un lado no consideraba celtas a los kallaicoi —como así llamaban los griegos a los gallegos—, y por otro lado que utilizaban madera y no lagares de piedra, cuyo uso estaba destinado a actividades minero metalúrgicas, al lavado de minerales en general y de oro en particular.
Pero si la leyenda sostiene que los legionarios romanos traían en sus mochilas los brotes que injertaron en los podones autóctonos dando lugar a las castas ancestrales Ferrón, Sousón, Caiño y Brancellao —porque entonces y hasta muchos siglos después el Ribeiro fue el mayoritariamente vino tinto—, no menos legendaria es la llegada de los monjes procedentes de León en el siglo VI, ante el avance de los germanos, aunque la tradición fije su fundación en el año 928.
Serán estos benedictinos los que darán el mayor empuje a la producción enológica con el aporte del burrajo de sus cuadras como fertilizante, y fomentando el cultivo de la vid mediante intercambio de las tierras de sus cotos a cambio de parte de la cosecha.
Una historia grandiosa que compartiría con el cisterciense monasterio de Santa María la Real de Melón pero que a diferencia de este último no remataría con la Desamortización de Mendizábal, retomando su actividad desde 1891 hasta su actual conversión en hotel de lujo donde ese gustoso mosto ribeirao conserva un lugar preeminente, lo mismo en la mesa que en la vinoterapia ofrecida en el Spa del recinto monacal.
De ser un singular caldo que a lo largo de la historia adornó las más exigentes mesas de la nobleza y las casas reales de Francia e Inglaterra, generando una riqueza incuantificable que, en su máximo esplendor, financió el mayor patrimonio religioso barroco imaginable en los valles regados por los ríos Arnoia y Avia.
Tras la decadencia provocada por los conflictos entre la corona de Castilla y de Inglaterra, la filoxera del siglo XX, y la indolencia del Gobierno español, el Ribeiro pugna por resurgir como un caldo de calidad a partir de los años 60 del siglo pasado, merced a la actividad de bodegueros y cosecheros, a quienes se unen los movimientos cooperativistas. Todos ellos bajo el amparo de una de las más antiguas Denominaciones de Origen, aunque la más antigua si nos atenemos a las ordenanzas municipales de Ribadavia del año 1579.
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