Un pueblo se define, en gran parte, por sus árboles. La literatura, la música, las leyendas y cuentos, todos reflejos de su cultura, tienen como trasfondo, marco o protagonistas los mismos árboles que pueblan los paisajes de sus tierras. Los robles centenarios que abrazan nuestras aldeas no solo son parte del entorno; son historia viva, memoria compartida, testigos de un tiempo más lento y sereno. Son símbolos, árboles patrios de Rosalía (la De Castro), arquitectura vegetal tan identificable con lo gallego como el hórreo o el cruceiro.
Hoy, sin embargo, esos gigantes atemporales son mutilados sin piedad. Estos frondosos vestigios del paso de generaciones, ahora son grotescas estacas que parecen erguirse sobre un camposanto, un recordatorio doloroso de cómo la ignorancia arrasa con todo lo que es bello y valioso.

La poda salvaje perpetrada por el Concello de San Amaro ha dejado consternados a los vecinos de la parroquia de Santiago de Anllo. No se trató de un simple mantenimiento o de un necesario saneamiento de ramas enfermas, sino de un acto de brutalidad arboricida. En lugar de recurrir a un estudio previo que evaluara la salud de los árboles, la necesidad real de intervención y las técnicas más adecuadas, se optó por la vía rápida: mutilar sin medir consecuencias. Descartando las opciones más sensatas, o incluso las más profesionales, un puñado de operarios (entre los que se incluía un concejal del propio Concello, eliminando al intermediario), mermaron el roble secular del campo de la fiesta de O Hospicio.
El resultado es desolador. Su copa, cualquier cosa menos gallarda, ni da sombra, ni refugio a pájaros y transeúntes; solo lástima. Sus ramas, amputadas de forma indiscriminada, han dejado heridas abiertas en troncos que ahora parecen ruinas de sí mismos. En términos estéticos, es una obra propia del feísmo más acendrado, quizá tan vinculado a esta tierra como el propio roble; en términos biológicos, puede suponer una condena a muerte para estos árboles. Las podas excesivas y sin criterio generan estrés en los árboles, los hacen vulnerables a plagas y enfermedades, y disminuyen drásticamente su esperanza de vida. En el caso de los robles, estas prácticas pueden ser letales. Lo que debía ser una intervención para preservar su longevidad se ha convertido en su sentencia de muerte.
La indignación de los vecinos no es solo estética; es una cuestión de identidad. Buena prueba es la rápida movilización de un puñado de ellos que, acudiendo en socorro de otro roble centenario del pueblo, siguiente víctima del Concello, han conseguido evitar que el desastre se repitiera. Porque lo que no ha entendido el Concello es que esta mutilación no solo altera el paisaje; altera también nuestra relación con el lugar que llamamos hogar.
Desde el Concello alegan razones de seguridad, como si la única solución fuera siempre la motosierra. Pero la verdadera seguridad comienza con la planificación, con estudios arborícolas serios, con el trabajo de profesionales
que entiendan que los árboles no son obstáculos a eliminar, sino aliados que debemos proteger.
Este episodio debería servirnos como una lección amarga. Nuestros árboles no son eternos, pero con cuidado y respeto, podrían acompañarnos durante muchas generaciones más. En cambio, hemos permitido que decisiones torpes y apresuradas arrasen con un legado que no nos pertenecía del todo. Porque estos robles no son solo de este Concello ni de este momento: son de todos, del pasado y del futuro.
Defendamos el patrio natural de todos, frente a todos los que no nos entienden, no.
Anllo, 19 01 2025
Roberto García.